miércoles, 25 de julio de 2012

Ventana al Arco Iris (1º Parte)


        –Ni se te ocurra.
            –¿Qué ni se me ocurra? Tiene que hacerlo
            –¿Y vos? no te quedes callada. Ahora no.
            –¡Basta!– gritó. Le dolía la cabeza y todo giraba a un ritmo vertiginoso, parecía solo un niño a quién su padre puso en unos zancos y se tambaleaba bajo la atenta mirada del tutor esperando que se desplomase para volver a subirlo. Cerró los ojos apretándolos con fuerza, ese no era momento para llevarse las manos a la cabeza y ensayar un grito como el del cuadro. Pero lo veía tan claro. No ahí, no era el lugar, no donde todos lo estaban viendo.
            –Dale, hacelo ya –lo apremió una de las voces.
            Abrió los ojos.
           
            Ahí estaba.
            La piel se le cubrió inmediatamente de una película de sudor frío que lo hizo estremecerse.
            El espejo donde se veía no existía, pero el reflejo de la ira encarnada en él sí. Su alter ego levantó el pica hielos que sostenía en su mano izquierda y su sonrisa se dibujo macabramente. La tela que hacía de espejo tembló levemente dibujando ondas como si alguien hubiese lanzado una piedra en un tranquilo lago.
            Lo veía con claridad a pesar de la nubosidad que cubría todo, se miró las manos maniatadas con tiras de guasca resquebrajada pero fuertes, los pies cruzados por una cinta de embalar marrón le hacía palpitar los tobillos, supuso que los dedos estallarían en cualquier momento.
            –No lo hagas –volvió a gritar la primer voz.
            –Callate, no estas ayudando en nada. Callate de una vez.
            Aterrado, inmóvil, sumiso, estéril. Pero sobretodo esclavo, obligado a ver como el pelotón de fusilamiento quitaba el seguro.
            Volvió a cerrar los ojos, esta vez les imprimió más fuerza, tanta que la blancura dejó paso a un deforme dibujo de miles de gusanos rojos y verdes que danzaron frenéticamente para llevarlo en un remolino alocado, que como si fuesen electrodos, se le instalaron en el cerebro y lo arrastraron a las profundidades del recuerdo.
            Supuso que tenía nueve ó diez años la primera vez, aunque las voces no eran tan fuertes y apenas llegaba a oírlas, se hacían entender a la perfección. Tal vez, tocaban los puntos necesarios para ello si es que no lograban tener la suficiente fuerza como para hacerse notar.
            Recordaba estar en el patio de su abuela, iba con sus padres todos los domingos a ensayar una reunión familiar que, normalmente terminaba en gritos y discusiones entre los hombres de la familia, mientras las mujeres abandonaban el campo de batalla para refugiarse en la cocina a limpiar los platos y cubiertos, o bien ensillaban sus cigarrillos y cabalgaban hacia la calle para agruparse a fumar y contar algún que otro chisme.
            Sus primos eran más grandes, pero a diferencia de otras familias, a Mateo nadie lo trataba como el más pequeño obligándolo a pasar por algún que otro vergonzoso evento, o en su defectos golpearlo o quitarle lo que sea que tenga en la mano por el solo hecho de demostrarle que el menor debía pagar su estatus.
            No, a Mateo ninguno de sus primos lo molestaba.
            Algunas veces jugaban juntos, pero casi siempre era cuando los mayores merodeaban, sino, se alejaban lentamente como si eso a Mateo le importase.
            Ese mediodía, mientras las discusiones iban en aumento dentro de la casa, él observaba un camino zigzagueante de hormigas que atravesaba el jardín y terminaba en una de las plantas de su abuela.
            –Supongo que se verían chistosas si alguien las chamuscara –escuchó decir a una voz irónica que parecía raspar un pizarrón con las uñas.
            Levantó la vista esperando ver a uno de sus primos con una caja de fósforos en las manos. Pero no, estaba solo, las risas, el humo de los cigarrillos y las fuertes voces de las discusiones ocurrían más allá, lejos de donde él estaba. Más lejos de lo que realmente creía.
            –¿Qué decís? –dijo una segunda voz, esta era calmada y tierna, como si fuese de una niña. –¿Para que va a querer ver como se queman unas hormigas?
            –Porque es divertido ­–respondió la primera.
            –No se que le ves de divertido.
            Una tercer voz se unió a la conversación que tenía lugar en su cabeza.
            –No veo nada de malo en probar al menos, de esa manera sabremos si es divertido o no –esta parecía venir de mucho más lejos, como si estuviese retenida en algún lugar, sonaba apagada, como sonaría alguien hablando dentro de un balde.
            La vista se le había nublado, sentía nauseas, como cuando entraba a la cocina y su madre estaba hirviendo mondongo en una olla y el vapor hubiese inundado toda la habitación. Sintió como si algo lo agarrase de los hombros y lo tirase hacia atrás lentamente. Notando como sus pies se despegaban del suelo y era elevado por los aires.      Solo que no estaba en el aire, estaba dentro de si mismo, arrastrado y encerrado en el mismo sitio donde había estado la tercera voz.
            Era como una habitación, muy parecida a la suya. Solo que no lo era, no tenía pintura, las paredes estaban mal terminadas y el suelo mugriento. Vio una cama deshecha y roñosa en una esquina, supuso que ni un perro dormiría ahí. Miró al derredor pero no vio ninguna ventana, ni puerta. Pero había un espejo, con marcos de una madera roída y manchones negros. Al principio creyó que no era un espejo, sino un marco relleno de plástico o algo parecido. Respiró hondo, aunque no había olor a nada, el ambiente era espeso y le costaba inhalar buena cantidad de oxígeno.
            Pensó que se iba a desmayar.
            Pero la primera voz lo evitó.
            – No te pierdas de esto –dijo.
            En medio del espejo comenzó a flotar una imagen vaga, sin una forma regular. Hizo fuerzas para acercarse y lentamente flotó hasta situarse frente al marco de madera, las líneas uniformes danzaban hasta ir dibujando los contornos de lo que le pareció una mano, luego el brazo, el torso, las piernas y por último el rostro.
            Abrió grande los ojos y quiso gritar.
            Se vio reflejado en ese espejo de plástico, notó la sonrisa babosa de sus labios y un brillo oscuro en sus ojos.
            Ese no era él, solo se parecía. No podía ser, él no se veía de esa manera cuando se miraba al espejo por las mañanas antes de ir al colegio.
            La imagen comenzó a alejarse, intentó no mirar, pero era más fuerte que él. Observó a quien se parecía a él entrar en la casa, luego de unos instantes aparecer con una bolsa de supermercado en la mano, tomó la escoba apoyada a un lado de la puerta y comenzó a envolver la bolsa en el extremo de la escoba. La ató y luego sacó una caja de fósforos del bolsillo de sus jeans. Sonrió y prendió la bolsa girándola para que el fuego la envolviese por completo, el olor al plástico quemado le llegó a sus fosas nasales dejando un rastro áspero, mientras el humo negro se elevaba más allá de donde podía ver. Su otro yo se agachó y observando a las hormigas correr, levantó la vista y por primera vez hizo contacto con él.
            Cuando habló, notó que el repetía las mismas palabras sin poder evitarlo, confundiéndose ambas en un estrujón inquieto.
            –Seguro que va a ser divertido. Seguro que sí. Ellas deben tener razón.
            Las gotas de plástico quemado caían haciendo un zumbido hipnótico, rajando el aire hasta estrellarse en el suelo, aplastando y calcinando los insectos que se arremolinaban en las inmediaciones de sus compañeras muertas al encontrar el camino obstruido, el congestionamiento le divertía, ya que parecía que las hormigas sacaban turno para ser envueltas en plástico hirviente.
            Se escuchaba reír desaforadamente, como fuera de sí. La risa se mezclaba con el sonido de las pequeñas bolas de fuego y la visión de las hormigas tratando de salvar su existencia, ese efecto mezclando caos y diversión.
            De pronto notó como la imagen se elevaba y se encontró observándose de espaldas, siguiéndolo hasta detenerse detrás del árbol de nísperos. Ahí, entre un montón de plantas le gustaba dormir a Roni, el gato de la abuela.
            Rezó para que no estuviese, pero Dios debería de tener cosas más importantes que ver. Roni estaba acostado placidamente, como solo los felinos saben estar. Estaba seguro que lo había oído acercarse, pero ellos no se mueven; solo ronronean o acicalan las piernas cuando desean algo. Roni quedó inmóvil, creyendo que si no prestaba atención pasaría de largo, pero el Dios de los gatos tampoco estaba para nimiedades.
            Su otro yo alzó la escoba que todavía tenía plástico envuelto en llamas en su punta, y riendo nuevamente lo apoyó con fuerzas en el lomo del animal.
            El gato saltó de inmediato con un grito agudo, maullando de dolor, corriendo entre las plantas mientras los pelos abarrotados de plástico fundido le quemaban despidiendo un olor nauseabundo.
            – Les dije que iba a ser divertido –dijo una voz y se desvaneció.

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